RIOS DE AGUA VIVA


  Por F. B. Meyer
    «Si alguno tiene sed venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su vientre. Y esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en El» (Juan 7:37-39).
    ¡Qué música hay en estas palabras! Somos llevados a las riberas de un gran río, en cuyo cauce sus aguas siempre se apresuran hacia la mar. Hace poco ruido. El gran volumen de agua pasa majetuosa y silenciosamente, rizánose una y otra vez en pequeñas olas musicales sus anchas y pacíficas aguas. Procediendo de sierras de montañas donde la nieve, derritiéndose, aumenta sus manatiales; acrecentado con mil riachuelos que saltan desde arriba de los riscos en un velo de neblina; purificado por estar rasgado y peinado al precipitarse sobre muchas cataratas – aquel río es el emblema perpetuo de la feracidad, frescura, abundancia, y suficiencia.
    Sin embargo, esto no es todo. El Señor no se contenta con hablar de un río. Habla de ríos. Así como si nos mandara agregar el Misuri al Misisipí y a éstos el Amazonas, y a éstos el Orinoco, y a éstos el Ganges, y el Danubio. Añadiendo un río a otro río, una corriente a otra corriente; un torrente a otro torrente; y todo, con el objeto de manifestar la frescura y la abundancia de la vida qu correría de cada alma sedienta, que, habiendo venido a El, la Roca, a su vez llegaría a ser una roca; y habiendo recibido de su abundancia la pasaría a un mundo enfermo de sequedad.
    Lector mío, ¿sabes algo de esto? ¿Es comparable tu vida a un río, o a muchos ríos de influencia santa? En primer lugar, ¿sabes tú lo que es estar satisfecho? Y en segundo lugar, ¿sabes lo que es comunicar a otros lo que estás recibiendo del Señor resucitado? Si no es así, ¿no estás dejando de usar tus privilegios, y no sería acertado hacer lo que hizo, el que esto escribe, en una ocasión memorable – poner el dedo sobre estas palabras, y demandar que, en toda su altura y profundidad, y anchura y longura de significación, deberían realizarse? El mundo pronto dejaría de estar sediento si tan solo cada creyente viniese a ser como uno de los antiguos ríos del Paraíso, que fue repartido en cuatro ramales.
    El Orado. – En su apariencia no hubo nada notable. Muy manso y humilde era el Rey, vestido del género sencillo hecho en los hogares del país, y quizás no sabía dónde dormiría la noche siguiente. Con frecuencia tenía hambre, por haberse ya agotado el dinero de la bolsa, y a menudo tenía sed por el calor del sol de Siria. Sin embargo, dice que El, por sí mismo, puede satisfacer la sed de los hombres.
    No parecería sino que pasara de un salto las semanas que mediaban, y pensara en sí como ya vuelto a la gloria del Padre, glorificado y sentado sobre el trono de donde el río del agua de la vida siempre desciende para refrescar y salvar. Ese río es El mismo.
    Cristo es el cristianismo. En esto se diferencia de todos los demás maestros. Ellos hablan acerca de la verdad, y se dedican a inventar vastos sistemas de filosofía que los hombre tienen que estudiar. Nuestro Señor tiene una panacea para todos los dolores, todas las necesidades, todo el infinito anhelo del espíritu – y es El mismo. Se puso en pie y clamó, como si la urgencia de su espíritu ya no pudiera sufrir más restrición, «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba. El que cree en mí...»
    ¿Creemos esto siempre? Somos conscientes de las necesidades casi infinitas; tenemos hambre y sed de felicidad, de descanso, de paz, de aquella satisfacción indefinible que parece expresarse tan perfectamente en la palabra dulce y profunda amor; volvemos de un lado a otro buscando una respuesta; por un momento nos parece que la hemos hallado, al ver no my lejos alguna cisterna cortada en la roca, y correr a ella, sólo para encontrar que está rota y no detendrá el agua. El amor humano deja de satisfacer nuestra sed por más intensa y abundantemente que bebamos de él. Pero Jesús basta para todo. Las palabras más arrobadoras de Rutherford nunca dijeron la milésima parte de toda su suficiencia y plenitud. El es el Sol; el corazón que ha aprendido el arte de calentarse en sus rayos puede vivir sin el amor humano. El es el Océano; la vida que está abierta a su plenitud está preservada del flujo y reflujo, y es libre de lluvias pasajeras. El es el Hombre; el Hombre de los hombres en quien toda la fuerza de los fuertes y toda la dulzura de los amables moran en abundancia sin medida e infinita: y la naturaleza que ha adquirido el hábito de vivir en unión con El puede existir en medio del fracaso y de la pérdida de todas las amistades terrenales. Toda la plenitud de la Deidad se halla en su vasta y multiforme naturaleza.
    Los mundos no pueden satisfacer las almas, así como algunas carretadas de tierra no pueden llenar la desembocadura del Amazonas. Alejandro, el conquistador del mundo, llora con descontento, porque no le queda nada por conquistar. Empero Cristo es siempre un río lleno; más bien, un manantial cuyas gotas son océanos, y cuyos chorros son ríos; y el que quiere desnudar su alma ante El repetidas veces, no procurando sentirse satisfecho, sino confiando que ha de recibir la satisfación, hallará que sus anhelos se aplacan, que se calma el dolor de la decepción, y que se apaga su sed febril. ¡Haz la prueba, oh hombre hermano!
    La Invitación. – «Si alguno tiene sed.» «¡Alguno!» Los que están ennegrecidos por el pecado. «¡Alguno!» Los que no tienen derecho de reclamar, y sólo tienen una grande necesidad. «¡Alguno!» Los que todo el mundo y la Iglesia menosprecian. «¡Alguno!» Publicanos y pecadores; proscritos y malhechores moribundos; perseguidores y morosos. Ricardo Báxter solía decir que si su nombre hubiera aparecido en esta página, habría temido que se refiriera a alguno otro que lo llevaba; pero, diciendo el Señor alguno, sabía que daría la bienvenida aun a él. El único requisito es que tenga uno sed.
    Venir a El es creer en El. Es el contacto del alma y el Salvador. Es contacto; es abrir la vida íntima para su entrada; la voluntad de ser poseído; el adherirse a El, como el marinero que se ahoga se adhiere a la mano que se le extiende o al palo que flota. Sin emoción alguna o esfuerzo para mejorarse, o ajustar las circunstancias de la vida exterior, levanta tus ojos de esta página, y di, «¡Oh Cordero de Dios, vengo!» Y al momento estás en la tierra a donde te diriges. Así como tú vienes por el lado terrenal, El viene por el lade celestial; tú vas al último límite de lo visible, El viene al mismo sitio desde el límite de lo invisible; y entre los dos le encuentras. Quizás sería acertado decir que su llegada allí es el atractivo que, sin saberlo tú, te atrae a levantarte y salir hacia El. El sol atrae chispas; la tierra, asteroides; el océano, ríos; y Jesús, almas. Corresponder a esa atracción, por más débilmente que se haga, es venir.
    El Abastecimiento. – «Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en El.» Durante su vida terrenal nuestro Señor suplió hasta donde fue posible lo que cada discípulo necesitaba con su cuidado y vigilancia personales. Conoció a cada oveja por nombre; anticipaba con oración simpática las tentaciones de cada uno; y procuraba suplir la necesidad de cada uno de su real abundancia. Empero, aun entonces, como una presencia externa, no pudo satisfacer el desasosiego y anhelo íntimos de sus corazones. ¡Cuánto menos podría hacerlo por ellos, o por nosotros, cuando llegó a ser visible y exaltado a la diestra de poder! Sin embargo, esta falta es más que compensada por el don del Espíritu Santo.
    Cuando Jesús ascendió, recibió del Padre la promesa del Espíritu Santo. Entonces amaneció una nueva era en el mundo. Antes de la Ascensión el Espíritu de Dios había descansado sobre los hombres, haciéndolos idóneos para el servicio; desde entonces había de estar en ellos. Esto es la gloria de nuestra actual dispensación, la corona de la redención, el clímax de la obra de nuestro Salvador. «Está con vosotros, y será en vosotros» (Juan 14:16, 17).
    En la Regeneración el Espíritu Santo literalmente mora en el creyente. Su vida puede estar poco desarrollada, mezquina, reprimida, como las plantas en una atmósfera enfermiza, y como arroyos estorbados de basura traída desde los cerros; pero nunca puede volver a estar perdida. «Permanece para siempre.» Pero ¿qué trae sino la vida de Jesús? Estos dos son idénticos. Cuando fuimos corroborados con potencia en el hombre interior por su Espíritu, Cristo habitó por la fe en nuestros corazones. Si el Espíritu de Cristo está en nosotros, Cristo mismo está en nosotros. Es un error separar estos dos. Son uno.
    Esto, pues, es el resumen de todo el asunto. Cuando las almas cansadas y sedientas van a Jesús, les da alivio instantáneo, dándoles su Espíritu Santo; y en ese, el más bendito de todos los dones, El mismo se desliza en la naturaleza anhelante. No contiende ni vocea; no hay estruendo como de un viento recio, ninguna corona de fuego; mientras los hombres esperan a la puerta de la calle para darle la bienvenida con sonido de trompetas, entra silenciosamente por otra puerta, sin que le vean; pero de todos modos, repentinamente viene a su templo, y se sienta en su santuario interior como acrisolador y purificado de los hijos de Leví. Jesús mismo es la provisión de nuestros espíritus, por el Espíritu Santo, a quien da para estar dentro de nosotros y con nosotros para siempre.
    Tomado de LA VIDA Y LA LUZ DE LOS HOMBRES.

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